EL OJO QUEMADO
Cuando conocí la costa de Lima me asombró su apertura. Vengo de una geografía accidentada como la de Chile, donde permanentemente algo se interpone entre el mar y su inmensidad. En Lima, ciudad de origen de Verónica Cabanillas, la visión del océano Pacífico no tiene límites hacia adelante ni hacia los costados. Me gustaría creer que los propietarios de las construcciones en el borde costero se parapetaron tras rejas electrificadas por temor a lo ilimitado y no a las personas carentes que suponen lo ilimitado dentro de los muros custodiados.
Si se juega a mirar fijamente el sol durante un tiempo largo como hacen los niños, a pesar de la advertencia de que podría quemar sus ojos, para sustraerse de la vigilancia de los adultos, no es posible saber si se está arriba, abajo, lejos, cerca de la costa, bajo el mar, si uno se convirtió en pez, ballena blanca o capitán Achab. Ese territorio que los niños hacen irrumpir en la realidad por medio de su juego visual se denomina imaginación.
En estos tiempos de clausura, la imaginación ha quedado constreñida a niños, artistas y locos. En la Antigüedad, la imaginación era atributo imprescindible para alcanzar la sabiduría. Los otros dos requisitos eran el conocimiento y la ética. Mientras a los estudiosos se les exigía cumplir con los tres, los profetas solo necesitaban la imaginación. Ezequiel, considerado el mayor de los profetas, imaginó una gran nube con un fuego envolvente y cuatro seres alados. “El aspecto de sus caras era de hombre, cara de león al lado derecho de los cuatro y cara de buey a la izquierda en los cuatro; asimismo tenían los cuatro, cara de águila”. Pasaron veinte siglos y la visión de Ezequiel todavía es objeto de interpretaciones. Los hermenéuticos creen que tras los seres que imaginó Ezequiel se esconde la más grande de las verdades, esa que tiene relación con el origen del mundo y de Dios.
La pintura de Cabanillas se sitúa en ese borde abismal donde no se divisa frontera o la artista no alcanza a verla porque quemó sus ojos al mirar fijamente el sol. Si existe un crepúsculo, está más allá. Si hay costados, quedaron fuera del cuadro. Las extremidades de los seres que Cabanillas encuentra a su paso aparecen amputadas por los márgenes de la tela o por el borde quemado del ojo. Si el suelo alcanza a ser visible, está en declive o difuminado. Tampoco se observan señales de caminos que pudiesen llegar o partir de allí. Aunque el poeta, la pintora, la máquina, el monstruo, el tótem, la ciudad cósmica tuviesen intención de escapar, sus extremidades son demasiado enjutas para lograrlo. Cabanillas los ha conjurado a encontrar un hogar en la imaginación. Podría pensarse que llegaron con ella o que su forma de habitar consiste en no dejar huellas, tal vez porque en la imaginación todo es perecedero, no hay origen o muerte.
En Infancia e historia, Agamben señala que antiguamente la imaginación constituía un medio para conocer el mundo tan certero como la ciencia, pero basado en la experiencia, no en datos comprobables. Contemplo las escaleras que podrían hacerme alcanzar la certidumbre. No se pueden coger y aunque lo hiciera, ¿tendría adónde subir? Escaleras, círculos, puntero gravitan en la incertidumbre.
El dedo de Dios es enorme, pero a diferencia del bíblico que señala a un culpable, en la pintura está desviado. Para Cabanillas la única dirección posible es la torcedura, la desviación de la realidad, de la corporalidad y del cosmos. No existen caminos rectos porque no hay deuda anterior. Aunque existiera no habría cómo pagarla, porque a las manos –del homo faber– les faltan dedos y uno de ellos se niega a permanecer recto. ¿Qué pasó con los dedos del pintor?, ¿los perdió en la playa?, ¿los dejó en el mundo real?, ¿se quemaron al traspasar el horizonte?
Las pinturas de Cabanillas conforman un habitar alejado de lo monstruoso. Los personajes se alimentan de minúsculas porciones que no alteran el equilibrio, reciben el sol sin arrastrar hasta la playa una poltrona, están junto al mar sin deslizarse en una tabla o bote, no construyen castillos de arena, sacan el fruto sin mellar el árbol, no queda impresión de su paso por el territorio que habitan. La única actividad que podría modificar o perturbar el curso del mundo –el pensamiento–, crece como un tentáculo, se enrosca, gira, da vueltas. Ante la inmensidad del mundo, la inmensidad del pensamiento se pliega para ocupar con inteligencia el espacio que ofrece el cuerpo desviado. Cabanillas nos avisa que el pensamiento puede succionar manos y dedos. O lo que el pensamiento impide es que esas manos obedientes trabajen a favor de la clausura. Las manos son reemplazadas por dos muñones de los que emerge un esmirriado alambre. Con este ahusado aparato ortopédico –¿el pincel?–, cruza la inmensidad hasta el espejo que refleja la luz del sol en la noche terrestre.
En este mundo que ha clausurado puertas y ventanas para no atender al llamado de la inmensidad, el pintor dividido, en paralelo, con las extremidades amputadas y extraviadas, con el ojo quemado, se sirve de las vueltas del pensamiento y de un alambre, pincel, lápiz o batuta para iluminar el mundo. No se trata de una luz diáfana, sino del velo que la ética, el conocimiento y la imaginación pueden llegar a leer. En los relatos antiguos, al final del camino, el viajero que abandona su pueblo para buscar el conocimiento, después de atravesar el río gracias al consejo del botero, encuentra el jardín de la sabiduría. En los tiempos que vivimos, al final del camino, Cabanillas encuentra el desierto donde la huella fue borrada.
Cynthia Rimsky .
Santiago de Chile, 23 de mayo de 2010
Escritora chilena, ha publicado las novelas Poste restante (Sudamericana 2001. Sangría editora 2010), La novela del otro (Edebé 2004) y Los Perplejos (Sangría editora 2009. Alción editora, Argentina, 2010)
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